La Cuaresma nos trae la vieja imagen del desierto. Generaciones de cristianos, siguiendo al Pueblo de Dios y acompañando a Cristo, han sentido su llamada en su camino de búsqueda de Dios hasta convertirlo en elemento básico de sabiduría cristiana.
Lugar para el encuentro con Dios
El desierto es uno de los conceptos bíblicos de más hondo significado. Pertenece a la sabiduría básica del hombre espiritual. Se hizo camino obligado para el pueblo de Dios hasta la tierra prometida y lugar del encuentro con Dios. Moisés, Elias, Juan el Bautista y el mismo Jesús, fueron hombres del desierto. El desierto es ese espacio hostil, que obliga a la lucha tanto como a la confianza, y se convierte en pedagogía de Dios para avanzar, agudizando la mirada vigilante e interiorizada de la fe, a fin de reconocer la presencia de Dios y denunciar toda idolatría.
Espacio de misericordia
En la mentalidad del pueblo de Dios, el desierto era el ámbito reservado a los malditos y a los desheredados. Sin embargo, en su paso errante y obligado por él, es donde experimentará las más grandes manifestaciones de amor por parte de Dios. Allí es don-de Dios estableció su Alianza con su pueblo y donde éste la pondrá a prueba una y otra vez hasta que que-de sobradamente confirmada. La misericordia de Dios brillará deslumbrante sobre la ingratitud del pueblo. Y el desierto será testigo privilegiado de esa acción salvífica, misericordiosa, de Dios. A los prodigios iniciales de la liberación y de la alianza se va sumando la superación de las pruebas y de las tentaciones, a través de las cuales el pueblo experimenta cómo el amor de Dios se expresa en términos entrañables de noviazgo y de bodas místicas: "En el desierto me mostré bondadoso con el pueblo. .. Cuando Israel buscaba un descanso, me aparecí a él de lejos. Yo te he amado con un amor eterno; por eso te sigo tratando con bondad’’ (Jer 31, 2-3). Los profetas recordarán al pueblo aquella experiencia como un momento añorado: "¡Yo ¡a voy a enamorar, la llevaré al desierto y le hablaré al corazón!" (Oseas, 2, 14). Juan el Bautista es el hombre del desierto por excelencia; cuerpo endurecido, ojo escrutador, voz que clama la conversión: su existencia se hace camino para el Señor. Jesús, después del bautismo, vivirá en el desierto una experiencia de prueba que le llevará a la plena aceptación de su propia identidad y de la misión encomendada. La misma Iglesia tendrá su experiencia de desierto. Aparece en el Apocalipsis. La mujer-iglesia es llevada al desierto, lugar que Dios le ha preparado como refugio, purificación, prueba y superación de la persecución: toda una experiencia de salvación que la iglesia ha de vivir en fidelidad.
Florecerá el desierto
En la historia de la espiritualidad, el desierto ha protagonizado diferentes, e incluso contrapuestas, experiencias. A destacar, la de los esenios, comunidad judía de ascetas, que vivieron junto al mar Muerto en el s. II antes de Cristo. El historiador Plinio dejó constancia de su estilo de vida. Los escritos que nos han dejado en Qumrán han servido para mejorar nuestra comprensión de la Biblia. Ascesis y soledad buscaron también en el desierto muchos cristianos, que, a partir del siglo II y IV, huyendo del mundo, soñaban con la profecía de Isaías: "florecerá el desierto" (Is 41,17-20). Poco a poco, esta experiencia se llenará de un nuevo sentido, cuando muchos empezaron a buscar en la soledad un lugar para la intimidad con Dios. San Bernardo invitaba a ello: "El que desee oír la voz de Dios que se retire hacia ¡a soledad. Esta voz no se deja oír en las plazas". Y San Bruno: "¡qué delicia ofrece la soledad y el silencio del ermitaño... Aquí, el ojo adquiere esa mirada sencilla que hiere de amor al Esposo!” El movimiento eremítico, los Padres y Madres del desierto egipcio, y en general el monacato cristiano, que se fue extendiendo de Oriente a Occidente, responden a este nuevo sentido: el modelo cristiano del mártir se continúa en el nuevo modelo del monje, el hombre del desierto.
Nuestros desiertos
Para la sabiduría cristiana, el desierto se ha convertido en símbolo y paradigma, Cada cual tiene ante sí un desierto que cruzar, que puede adoptar muchas formas. La sabiduría estará en cruzarlo, superando cuanto tiene de tentación y amenaza. Surge, por ejemplo, ante la experiencia de envejecer, de caer enfermo, de padecer las consecuencias de un accidente. Cruzar este tipo de desierto se hace largo y penoso: olvidamos la claridad del cielo; la fatiga y el dolor ejercen un pesado lastre. Aceptar ese hecho, sin embargo, puede despertar en nosotros un oasis. Otras veces, es el desierto de la falta de amor, la soledad: la distancia que nos separa de otros seres humanos se nos hace infranqueable. Aunque estén cerca, falta comunión; hay una ruptura dura y dolo-rosa. Los otros piensan, viven y aman "de otra forma". Todo ello, en sentido positivo, puede dar lugar al oportuno desapego del otro, a renunciar a poseerlo, y que en esa renuncia se nos dé la alegría de "ser con él". Hay quien, en el crepúsculo de las ideas y de los sueños, llega a experimentar una especie de ausencia de Dios, el sin sentido de muchas cosas, la aridez de la fe, que alguien llamaría "Noche oscura". Parece que Dios se retira, se oculta, que nos abandona. Pe-ro no es así. Lo que nos abandonan son nuestras ilusiones y fantasías; la fe no se pierde, por el contrario se comienza a profundizar en ella al perder nuestras "creencias".
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