CARTA DEL PAPA BENEDICTO XVI A LOS PRESBÍTEROS
CON MOTIVO DEL AÑO SACERDOTAL
"Queridos hermanos en el Sacerdocio:
He resuelto convocar oficialmente un "Año Sacerdotal" con ocasión del 150 aniversario del "dies natalis" de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús -jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero-. Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.
"El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús", repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars. Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de "amigos de Cristo", llamados personalmente, elegidos y enviados por Èl?
Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.
Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?
Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo.
El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina". Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: "Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría... Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña ostia...". Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: "Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote... Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Èl mismo sólo lo entenderá en el cielo".
Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: "Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor... Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra... De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes... Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias... El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros".
Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: "No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá". Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: "Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida". Con esta oración comenzó su misión. El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.
Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su "Yo filial", que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, "viviendo" incluso materialmente en su Iglesia parroquial: "En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa... Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Angelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar", se lee en su primera biografía.
La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también supo "hacerse presente" en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la "Providence" (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.
Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos "para llevar a todos a la unidad del amor: ’amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua’ (Rm 12, 10)". En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de "reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia... Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos".
El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía. "No hay necesidad de hablar mucho para orar bien", les enseñaba el Cura de Ars. "Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Èsta es la mejor oración". Y les persuadía: "Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Èl para poder vivir con Èl...". "Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis". Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que "no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración... Contemplaba la ostia con amor". Les decía: "Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios". Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: "La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!". Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: "Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!".
Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba -con una sola moción interior- del altar al confesionario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un "círculo virtuoso". Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesionario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en "el gran hospital de las almas". Su primer biógrafo afirma: "La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua". En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: "No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Èl". "Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes".
Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: "Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita". Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del "diálogo de salvación" que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesionario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el "torrente de la divina misericordia" que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: "El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!". A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo "abominable" de su actitud: "Lloro porque vosotros no lloráis", decía. "Si el Señor no fuese tan bueno... pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno". Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como "encarnado" en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: "Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios... Qué maravilla!". Y les enseñaba a orar: "Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz".
El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: "Deus caritas est" (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: "La mayor desgracia para nosotros los párrocos -deploraba el Santo- es que el alma se endurezca"; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas.
Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: "Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos". Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el "alto precio" de la redención.
En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio". Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: "Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? La conocemos verdaderamente? La amamos? Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?". Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Èl (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el "nuevo estilo de vida" que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo.
La identificación sin reservas con este "nuevo estilo de vida" caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica "Sacerdotii nostri primordia", publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: "Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana".
El Cura de Ars supo vivir los "consejos evangélicos" de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la "Providence", sus familias más necesitadas. Por eso "era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo". Y explicaba: "Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada". Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: "Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros". Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: "No tengo nada... Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera". También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que "la castidad brillaba en su mirada", y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado. También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse "a llorar su pobre vida, en soledad". Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: "No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Èl quiere ser servido". Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: "Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios".
En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. "El Espíritu es multiforme en sus dones... Èl sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas... Èl quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo". A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: "Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño". Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas "puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo".
Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica "Pastores dabo vobis" del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical "forma comunitaria" y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo. Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva. Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.
El Año Paulino que está para concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente "entregado" a su ministerio. "Nos apremia el amor de Cristo -escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron" (2 Co 5, 14). Y añadía: "Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15). Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?
Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: "Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Èl mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854". El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre".
Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: "En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Èl y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz".
LA PERSONA DEL SACERDOTE ANTES QUE LA FUNCIÓN
Es importante cuidar los medios y la organización del ministerio sacerdotal, señalar sus prioridades y objetivos, analizar la realidad en la que vive y trabaja.
Pero ¿De qué sirve todo esto sino cuidamos la persona del sacerdote, el sujeto-sacerdote? La razón de ser de todas las instituciones es la persona. De la misma manera, la razón de ser de una renovada teología sobre el sacerdocio y de una actualizada pastoral, no es otra que la persona del sacerdote y su acción ministerial.
Esta es la razón por la que desde hace unos años se ha desarrollado una “pastoral presbiteral” o “pastoral del clero”, que busca la ayuda directa al sacerdote, a su persona. Un medio excelente de esta función personal son lo ejercicios espirituales. Están abalados por una larga tradición, por ricos frutos de santidad y aleccionadores testimonios. A lo largo de esta semana, treinta y cinco sacerdotes de la diócesis de San Pedro Sula nos hemos retirado a la casa de espiritualidad Monte Horeb para practicar los ejercicios espirituales, orientados y animados por el P. Jesús Andrés, sacerdote burgalés (como el que esto escribe), de la “asociación de sacerdotes del Prado”. Nos ha llevado a colocarnos en una relación de fe y de amor con la persona de Jesucristo, tal como queda reflejada en las “Bienaventuranzas”, para adquirir su forma de vida, para configurarnos con Él en nuestro ser y quehacer.
En la comprensión y en la vivencia del ministerio sacerdotal debemos evitar algunos peligros que llevan al olvido del sujeto, al descuido de la persona del sacerdote. El primer peligro es el funcionalismo, es decir, la reducción de la persona a la función. Y tiene una doble vertiente.
La primera separa la función de la existencia sacerdotal. Ahora bien, el sacerdocio no se reduce al hacer sino que configura internamente a la persona con Jesucristo sacerdote, por el sacramento. Y esta configuración interna sacramental lleva a una forma de existencia como la de Jesucristo.
El funcionalismo tiene efectos muy negativos tanto en el orden espiritual como psicológico. En el orden espiritual impide realizar y vivir esa espiritualidad propia del sacerdote que se expresa, se alimenta y se realiza en el mismo ejercicio del ministerio. El funcionalismo lleva a separar ministerio y santidad de vida.
En el orden psicológico se sufre la esquizofrenia de la identificación con el “rol” o función más que con el yo personal. Drewerman en su libro “Clérigos”, aún con sus exageraciones y parcialismos, ha señalado los graves efectos psicológicos de esta identificación: persona = rol o función.
Otra forma de funcionalismo consiste en el olvido o descuido del sujeto en beneficio de los medios, en favor de la organización y de la planificación de la pastoral. Se privilegia el análisis, los medios más eficaces y organizados y la acción, pero no se presta suficiente atención al sacerdote que realiza los análisis y pone los medios.
Después del concilio Vaticano II, grandes cambios sacudieron la vida de los sacerdotes: nueva teología sobre el sacerdocio (identidad personal), nueva eclesiología (identidad eclesial), nueva manera de presencia social (identidad social). A pesar de la valoración positiva de estos cambios persiste como una “insatisfacción” entre los sacerdotes, como la intuición de que se necesita una “revitalización” de la persona del sacerdote, pasar a modo de vida los planteamientos objetivos, a experiencia los contenidos dogmáticos y pastorales. Y esto es lo que nos pide el Papa en este año sacerdotal.
TE AMO, OH MI DIOS
Autor: San Juan María Vianney
Te amo, Oh mi Dios.
Mi único deseo es amarte
Hasta el último suspiro de mi vida.
Te amo, Oh infinitamente amoroso Dios,
Y prefiero morir amándote que vivir un instante sin Ti.
Te amo, oh mi Dios, y mi único temor es ir al infierno
Porque ahí nunca tendría la dulce consolación de tu amor,
Oh mi Dios,
si mi lengua no puede decir
cada instante que te amo,
por lo menos quiero
que mi corazón lo repita cada vez que respiro.
Ah, dame la gracia de sufrir mientras que te amo,
Y de amarte mientras que sufro,
y el día que me muera
No solo amarte pero sentir que te amo.
Te suplico que mientras más cerca estés de mi hora
Final aumentes y perfecciones mi amor por Ti.
Amén.
VIVIR EN FORMA EUCARÍSTICA
Continuamos dentro del “Año Sacerdotal”, inaugurado por el Papa Benedicto XVI el pasado mes de junio, y que concluirá en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús de este año. Esta celebración “desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo”, pero desde una perspectiva eclesial más amplia, todos los bautizados, además de pedir especialmente por los que en la Iglesia han recibido el ministerio ordenado y porque no falten obreros en la mies del Señor, podemos reavivar el carisma recibido en nuestro bautismo, por el que hemos sido hechos sacerdotes, profetas y reyes.
Una manera de vivificar nuestra identidad cristiana es viviendo “en forma eucarística”, es decir haciendo de la Eucaristía la fuente de nuestro modo de vivir diario.
Os ofrezco siete actitudes con las que cruzar esta Cuaresma en clave eucarística:
Reconciliados y reconciliadores: “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 25, 23-24). La Cuaresma es tiempo propicio para celebrar la misericordia de Dios.
Alimentados en la mesa de la Palabra y peregrinos: “Cerca de ti está la palabra: en tu boca y en tu corazón, es decir, la palabra de la fe que nosotros proclamamos. Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rom 10,8-9). La Cuaresma es tiempo especial para leer las Sagradas Escrituras.
Orantes y abiertos a la universalidad: “Éste es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo” (2 Mac 15,14). La oración, el ayuno y la limosna son recomendaciones cuaresmales.
Oferentes y expropiados en favor de todos: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1 Cor 10, 16-17). El Misterio Pascual nos enseña el núcleo de nuestra fe, a la luz de la muerte y resurrección de Cristo.
Adoradores y agradecidos a Dios por el don de su Hijo: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Act 2, 42). A la manera de los primeros cristianos, como renovación bautismal.
En comunión íntima y eclesial con Cristo y con los hermanos: “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos” (Act 4, 32). Es coherencia cristiana.
Anunciadores y misioneros del Evangelio: Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19). Amén.
Una manera de vivificar nuestra identidad cristiana es viviendo “en forma eucarística”, es decir haciendo de la Eucaristía la fuente de nuestro modo de vivir diario.
Os ofrezco siete actitudes con las que cruzar esta Cuaresma en clave eucarística:
Reconciliados y reconciliadores: “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 25, 23-24). La Cuaresma es tiempo propicio para celebrar la misericordia de Dios.
Alimentados en la mesa de la Palabra y peregrinos: “Cerca de ti está la palabra: en tu boca y en tu corazón, es decir, la palabra de la fe que nosotros proclamamos. Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rom 10,8-9). La Cuaresma es tiempo especial para leer las Sagradas Escrituras.
Orantes y abiertos a la universalidad: “Éste es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo” (2 Mac 15,14). La oración, el ayuno y la limosna son recomendaciones cuaresmales.
Oferentes y expropiados en favor de todos: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1 Cor 10, 16-17). El Misterio Pascual nos enseña el núcleo de nuestra fe, a la luz de la muerte y resurrección de Cristo.
Adoradores y agradecidos a Dios por el don de su Hijo: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Act 2, 42). A la manera de los primeros cristianos, como renovación bautismal.
En comunión íntima y eclesial con Cristo y con los hermanos: “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos” (Act 4, 32). Es coherencia cristiana.
Anunciadores y misioneros del Evangelio: Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19). Amén.
SACERDOTES EJEMPLARES
Señor Jesús:
Sacerdote eterno, presente en el sacramento eucarístico,
Tú buscaste el corazón de cada hombre para hacer de él una nueva criatura.
De ti nació un pueblo nuevo.
Un pueblo que, al principio, fue sólo un grupo reducido,
pero dueño de una magnífica promesa: Integrar a toda la humanidad.
Tú llamaste a los que quisiste
para que participaran de tu sacerdocio;
no te elegimos nosotros a ti,
sino que fuiste tú quien nos eligió a nosotros.
Más aún, tú nos has descubierto que,
detrás de tu llamada, está la elección misteriosa de Dios Padre.
Nos llamaste a seguirte;
es decir, a ir en pos de ti, a recorrer tu propio camino;
por tanto, nos exiges sobre todo una gran confianza en ti;
confianza total, entrega completa a tu persona.
Sacerdote eterno:
Tú nos llamas a ser tus discípulos
a repetir, acompañados por ti, tu propia vida y misión.
Y esa habrá de ser en adelante
nuestra tarea fundamental como llamados a prolongar tu sacerdocio.
Una tarea que englobará y dará nuevo sentido
a toda nuestra existencia.
Somos tus discípulos,
y sientes un gran amor por nosotros.
Nos consideras como tu auténtica familia, tus amigos, no tus siervos.
Te preocupas de nosotros como una madre solícita
se esfuerza por no perder a sus hijos;
nos corriges con dulzura,
nos educas con una paciencia infinita.
Queremos aceptarte como el sentido único y absoluto de la vida:
Nos exiges el desprendimiento total de los bienes
y la renuncia a formar una familia.
Tú eres el objetivo prioritario de nuestra vida:
Tú por encima de todo.
Cada mañana vuelves a poner delante de nuestras miradas
la exigencia con que comenzó toda nuestra historia personal:
“Sal de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre,
y ven a la tierra que te mostraré”.
¡Qué difícil resulta cortar amarras y seguirte...!
Cada mañana nos propones un camino de amor;
y no hay amor sin libertad.
La respuesta a este amor ha de ser personal, consciente y libre,
e implica a toda la persona.
Para seguirte como sacerdotes
hay que tomar una decisión personal e intransferible.
Negarse a sí mismo y tomar tu cruz...
Más pronto o más tarde,
en nuestra vida sacerdotal si esta abierta al amor
aparecerá el sufrimiento que lo cambia todo.
Es una prueba que, o destruye o madura.
El sufrimiento mal encajado rebela,
endurece y agría el corazón humano;
el sufrimiento aceptado como fruto del amor
ensancha la capacidad de amar y comprender, humaniza y fecunda.
El amor a los hermanos que has puesto en nuestra vida,
ese vaciarse para que tengan vida y vida abundante
produce dolor y sufrimiento;
aceptar este sufrimiento es tratar de vivirlo con amor
y situarlo en la perspectiva de la esperanza,
vivirlo como dolor de parto y no como dolor de muerte.
Además, Señor Jesús:
Estamos vocacionados a llevar también las cruces de los otros.
Y tomar la cruz de nuestros hermanos
significa también saberse complicar la vida en favor de ellos;
no sólo preocuparse por lo propio,
sino hacer del dolor y sufrimiento de los otros nuestro propio sufrimiento.
Señor Jesús:
Tú nos has llamado a compartir tu sacerdocio.
Aquí está el secreto.
Porque se trata de un camino difícil,
imposible de recorrer con nuestras propias fuerzas.
Sólo hay una forma de hacerlo:
Ponernos detrás de ti
y hacer que nuestros pies vayan pisando tus mismas huellas,
vivir contigo y como Tú.
Aprenderemos de esta forma a convivir contigo:
Así Tú, Sacerdote eterno, nos vas moldeando como discípulos
para que seamos imagen viva de tu presencia en el mundo.
El resultado de este seguimiento
será la plena identificación contigo.
Ya no seremos nosotros los que viviremos,
será tu sacerdocio, quien vivirá en nosotros.
Señor Jesús:
Nos has enviado a predicar con el poder de expulsar a los demonios.
Nos has enviado a ejercitar una tarea:
Nos has llamado a proclamar el Reino de Dios.
Que no seamos aprendices de un mensaje para después repetirlo
sino que te anunciemos a ti como camino, verdad y vida;
para ello, tenemos que estar contigo en intimidad constante,
escuchándote e identificándonos con tu estilo de vivir.
Sólo así podremos predicarte, anunciarte y comunicarte,
es decir, dar testimonio de lo que hemos visto y oído.
En definitiva,
podremos decir que los sacerdotes en nuestro mundo
somos Jesús mismo, que prolongamos tu acción,
que somos otro Cristo en la historia
que transmitimos a Jesús que se ensancha para poder llegar a todos.
¡Sublime poder otorgado a los frágiles hombres!
¡Gran tesoro llevado en vasijas de barro!
Señor Jesús, Sacerdote eterno:
La dignidad de nuestra vocación sacerdotal,
se expresa en nuestra disponibilidad para servir,
según tu ejemplo,
que no viniste al mundo para ser servido sino para servir.
A la luz de esta actitud tuya,
sólo sirviendo podremos verdaderamente reinar.
Es decir,
que toda nuestra vida la entendamos y la vivamos como un servicio,
sólo así reinaremos como Tú, Señor.
Ahora nos volvemos a tu madre y señora nuestra, María.
Reina de los sacerdotes:
¡Tú eres nuestro refugio y esperanza en este tiempo!
¡Tú eres la reina de la esperanza!
Como una vez oraste en medio de los Apóstoles de tu Hijo Jesús
pidiendo el don prometido del Espíritu Santo,
intercede ahora por nosotros tu sacerdotes
para que por el poder de este mismo Espíritu seamos verdaderos testigos de Cristo tu Hijo.
A Él sea la gloria por los siglos.
Amén
Resulta sorprendente constatar la variedad de rostros “sacerdotales”que existe actualmente en la Iglesia católica. La gama es impresionante: tanto desde la apariencia externa, como desde el mundo interno de cada uno. Quizá la palabra “sacerdote” o “sacerdotes” no sea la más adecuada para hablar de ese conjunto de personas y tal vez la expresión ”ministros ordenados” resulte demasiado genérica y elástica. De todos modos, sabemos bien a quiénes nos referimos. A aquellos varones que han recibido el sacramento del Orden en cualquiera de sus grados (diaconado, presbiterado o episcopado).
En su apariencia exterior
sacerdotesLa variedad de rostros “sacerdotales” a la que me refiero comienza por la apariencia exterior: unos van vestidos ordinariamente con un hábito talar (la sotana o el hábito de la propia orden o congregación religiosa, o los paramentos propios del rango episcopal); otros suelen utilizar -sea en todo momento, sea en circunstancias especiales- el clergyman negro o gris o incluso con los más sorprendentes colores como azul, blanco, morado, rojo...; otros nunca utilizan un vestido que los distinga, aunque tal vez puedan llevar alguna cruz o alguna insignia: y, entre estos, los hay vestidos con el mono de trabajo del obrero, o con la bata del médico o enfermero, o con la corbata del profesor universitario o del director de una gran institución, o con un sencillo vestido acomodado a las condiciones climáticas o la mayor o menor prosperidad de la gente con que conviven. Unos van afeitados, otros se dejan la barba o el bigote. Unos llevan larga melena, otros el pelo cortado, otros lucen su calva.
No hablemos ya de las diferencias culturales y raciales. Hay ministros ordenados de muchas de las razas de nuestro planeta, que hablan las más variadas lenguas, que tienen las más diversas sensibilidades culturales. Es más, los candidatos más numerosos provienen frecuentemente de las culturas y razas -hasta ahora- más extrañas al cristianismo. Ello permite que un clero que tiende a envejecer en las iglesias más antiguas, sin embargo, esté equilibrado por el clero joven de las iglesias nuevas.
Toda esta variedad exterior y tan contrapuesta, queda unificada, cuando los ministros ordenados ejercen su función sacramental: quedan revestidos con sus vestiduras litúrgicas y celebran los ritos cristianos..
En su mundo interior
Los rostros “sacerdotales” son muy variados en su interioridad. Desde siempre me impresionó descubrir que los ministros ordenados difieren mucho unos de otros en su sensibilidad religiosa: hay quienes se sienten muy agusto y en su papel “sacral” dirigiendo el culto, presidiendo celebraciones litúrgicas, actuando en el ámbito religioso, y quienes, por el contrario, sienten una espontánea lejanía e inadecuación, actuando más por obligación que por deovción. Éstos últimos suelen sentirse más centrados en el ámbito de la proclamación de la Palabra, de la acción pastoral social o pastoral liberadora. Hay ministros ordenados muy cumplidores de sus deberes sagrados (oración íntegra del oficio) que mantienen una reserva intencionada ante lo profano ( no asistencia a ciertos espectáculos o reunioes sociales); y los hay también que sienten la necesidad de alternar con la gente, de no medir en exceso los tiempos de oración, pero tienen como proyecto la “encarnación” en la vida de la gente, la inserción que hace el ministerio mucho más cercano y relevante.
Me he encontrado también como ministros ordenados muy ortodoxos y otros a quienes no preocupa tanto la ortodoxia de las ideas, y sí la recta conducta u ortopraxis. He visto ministros ordenados muy preocupados por la fe y a otros muy preocupados por la caridad.
Desde el punto de vista ministerial existen también notables diferencias entre unos y otros. Oficialmente suelen ser reducidas a dos: los ministros ordenados del clero secular o diocesano, y los ministros ordenados del clero regular. Los primeros están dedicados sobre todo a la diócesis y a la parroquia, los otros dependen de proyectos apostólicos que los pone al servicio de las iglesias particulares pero no de forma permanente y no siempre al servicio de una parroquia o iglesia: se trata de servicios más móviles y carismáticos.
Finalmente, también la conducta moral del clero marca entre nosotros diferentes líneas divisorias: el poder, el dinero, la sexualidad en sus aspectos luminosos y también oscuros. Hay rostros “sacerdotales” que tienen marcada su vida por los consejos del Evangelio respecto a esas fuerzas ambigüas que ’hay en nosotros; y hay rostros “sacerdotales” que en ocasiones sucumben ante los lados más negativos del poder, del dinero y de la sexualidad.
¡Esa es la verdad!: que este grupo de referencia es muy plural y muy variado; hay quienes en su conciencia no pueden tolerarlo; lo deploran, se escandalizan, denuncian la secularización de unos mientras aplauden la rectitud y coherencia de los otros. Y por parte de otros, hay disgusto y crítica ante el formalismo, el uniformismo, el sacralismo que resiste, se impone disciplinarmente y se hace más poderoso en las nuevas generaciones. Ese “cuadro sacerdotal impresionista” que de alguna manera he tratado de delinear resulta, para unos y otros, demasiado oscuro, ambiguo, indeterminado.
¡No basta el “¡todo vale!”
Acabamos de iniciar el “año sacerdotal”. Y este asunto del pluralismo sacerdotal debe interesarnos y también preocuparnos. La interpretación del fenómeno de los múltiples rostros sacerdotales no se nos da espontáneamente. No se debe “simplificar” un fenómeno tan complejo, pero tampoco es solución el liberalismo de quien defiende que “¡todo vale!”, “que cada uno siga el camino que le marque su conciencia”. Tampoco es válida -a mi modo de ver- la actitud oficialista de quienes defienden un único modelo, que todo lo hace más fácil: según ese principio, el modelo de sacerdote sería el diocesano, implicado en una parroquia, bajo la guía de su obispo y con una fuerte espiritualidad y celo apostólico, como puede verse en el santo cura de Ars. También hay otros rostros “sacerdotales” que no se atienen a esas características: por ejemplo el modelo itinerante y supraparroquial y supradiocesano del misionero, o el modelo carismático de artista, del científico, del educador, del médico o enfermero, del asistente social, del obrero. Ahí cabría referirse a modelos como Teilhard de Chardin, el Abbé Pierre, Maximiliano Kolbe...
La gran pregunta
Ante tanta variedad y diversidad -especialmente palpable en una gran concelebración, cuando uno conoce la identidad de cada uno de los concelebrantes-, yo me he preguntado muchas veces: ¿porqué habremos sido elegidas para el ministerio ordenado personas tan diversas, con tan diferentes sensibilidades, formas de ser y de actuar? ¿Es que necesita el Señor resucitado tanta diversidad para hacer presente en su Iglesia su misión y ministerio? ¿No le bastaría con un modelo muy definido, con ministros ordenados de un solo perfil? ¿Qué querrá Dios decirnos con estas tensiones en el cuerpo ministerial ordenado de la Iglesia católica?
Lo primero que salta a la vista, con toda su evidencia, es que Jesús no ha optado por el elegir a los mejores y, por lo tanto, que no es la perfección y la excelencia, aquello que persigue a través del ministerio. Si el ministerio ordenado es cosa de Dios, de Jesús el Señor, entonces ¡no nos hagamos demasiadas ilusiones! ¡No es el liderazgo perfecto el que con este ministerio se pretende!
Lo segundo que salta a la vista es que nadie suple al Buen Pastor, al Único, Sumo y Eterno Sacerdote, que nadie puede arrogarse y monopolizar el ser voz de Dios, Palabra de Dios. ¡Sólo Jesús es la Palabra de Dios! Lo que caracteriza a los ministros ordenados es el “mysterium lunae”. Evoco aquí la imagen preciosa, utilizada por el Papa Juan Pablo II, en su exhortación “Novo Millenio Ineunte”. Así como la luna no tiene luz propia, pero refleja la luz del sol, así también los ministros ordenados no tienen luz propia, pero reflejan la luz del Sol que es Jesús. Poco importa que unos ministros sean piedras preciosas y otros sólo pedriscos o arena, que unos sean tierra fértil y otros terreno baldío, la realidad es que todos reflejan la luz del Sol. En un momento u otro, en una circunstancia u otra, harán verdad aquello para lo que fueron escogidos. Lo dijo muy bien san Agustín al pensar en cualquiera de las peores eventualidades en un ministros ordenado; su afirmación categórica fue: “¡Jesucristo mismo bautiza!”.
Por otra parte, nunca ha resultado en la iglesia las actitudes puristas de quienes intentan separar ”su” trigo de “su” cizaña, a quienes consideran puros de quienes consideran impuros. Esas líneas divisorias son muy equívocas y engañosas. ¡Sólo Dios conoce lo que hay en los corazones y en los espíritus humanos!
Creo que, ante todo, es bueno atender el consejo del Maestro: “No juzguéis y no seréis juzgados”, “con la medida con que midiéreis seréis medidos”. No miremos nunca a nuestros hermanos en el “sacerdocio ministerial” con ojos de juez, porque no estamos habilitados para ello.
Esto no quiere decir que hayamos de olvidar la advertencia de nuestro Maestro: “Ay de aquel por quien vinieren los escándalos, más le valiera no haber nacido”. Ser piedra de tropiezo en el camino de los demás, de los más pequeños, de los más indefensos, es para Jesús un mal terrible. O aquello otro de que en el “Sancta Sanctorum” puede establecerse la “abominación de la desolación”. Los casos de escándalo en el ministerio ordenado revisten una especial gravedad: en ellos la profanación de lo santo es más que evidente.
No debemos imponer a nadie un “modelo humano” de ministerio ordenado. Aun reconociendo la validez de las personas ejemplares, nuestra única referencia es Jesús y sus primeros discípulos misioneros’(los apótoles) , que colaboraron con el Espíritu y con Él en la creación y guía de las comunidades cristianas. Esa es la referencia de todas las referencias, el criterio que nos permite distinguir entre los sustancial y lo accesorio. A lo largo de nuestra historia -gracias al Espíritu- se ha mantenido y regenerado lo sustancial, pero también han entrado elementos accesorios que siendo válidos en unas épocas han dejado de serlo en otras.
Finalmente, la comunión de esta “biodiversidad ministerial ordenada” hace que unos seamos gracia para los otros, que nos volvamos más evangélicamente tolerantes, que en todos y cada uno aparezca el “rostro apostólico” que apareció en aquellos Doce u Once hombres tan diversos a los que Jesús eligió y envió.
Sacerdote eterno, presente en el sacramento eucarístico,
Tú buscaste el corazón de cada hombre para hacer de él una nueva criatura.
De ti nació un pueblo nuevo.
Un pueblo que, al principio, fue sólo un grupo reducido,
pero dueño de una magnífica promesa: Integrar a toda la humanidad.
Tú llamaste a los que quisiste
para que participaran de tu sacerdocio;
no te elegimos nosotros a ti,
sino que fuiste tú quien nos eligió a nosotros.
Más aún, tú nos has descubierto que,
detrás de tu llamada, está la elección misteriosa de Dios Padre.
Nos llamaste a seguirte;
es decir, a ir en pos de ti, a recorrer tu propio camino;
por tanto, nos exiges sobre todo una gran confianza en ti;
confianza total, entrega completa a tu persona.
Sacerdote eterno:
Tú nos llamas a ser tus discípulos
a repetir, acompañados por ti, tu propia vida y misión.
Y esa habrá de ser en adelante
nuestra tarea fundamental como llamados a prolongar tu sacerdocio.
Una tarea que englobará y dará nuevo sentido
a toda nuestra existencia.
Somos tus discípulos,
y sientes un gran amor por nosotros.
Nos consideras como tu auténtica familia, tus amigos, no tus siervos.
Te preocupas de nosotros como una madre solícita
se esfuerza por no perder a sus hijos;
nos corriges con dulzura,
nos educas con una paciencia infinita.
Queremos aceptarte como el sentido único y absoluto de la vida:
Nos exiges el desprendimiento total de los bienes
y la renuncia a formar una familia.
Tú eres el objetivo prioritario de nuestra vida:
Tú por encima de todo.
Cada mañana vuelves a poner delante de nuestras miradas
la exigencia con que comenzó toda nuestra historia personal:
“Sal de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre,
y ven a la tierra que te mostraré”.
¡Qué difícil resulta cortar amarras y seguirte...!
Cada mañana nos propones un camino de amor;
y no hay amor sin libertad.
La respuesta a este amor ha de ser personal, consciente y libre,
e implica a toda la persona.
Para seguirte como sacerdotes
hay que tomar una decisión personal e intransferible.
Negarse a sí mismo y tomar tu cruz...
Más pronto o más tarde,
en nuestra vida sacerdotal si esta abierta al amor
aparecerá el sufrimiento que lo cambia todo.
Es una prueba que, o destruye o madura.
El sufrimiento mal encajado rebela,
endurece y agría el corazón humano;
el sufrimiento aceptado como fruto del amor
ensancha la capacidad de amar y comprender, humaniza y fecunda.
El amor a los hermanos que has puesto en nuestra vida,
ese vaciarse para que tengan vida y vida abundante
produce dolor y sufrimiento;
aceptar este sufrimiento es tratar de vivirlo con amor
y situarlo en la perspectiva de la esperanza,
vivirlo como dolor de parto y no como dolor de muerte.
Además, Señor Jesús:
Estamos vocacionados a llevar también las cruces de los otros.
Y tomar la cruz de nuestros hermanos
significa también saberse complicar la vida en favor de ellos;
no sólo preocuparse por lo propio,
sino hacer del dolor y sufrimiento de los otros nuestro propio sufrimiento.
Señor Jesús:
Tú nos has llamado a compartir tu sacerdocio.
Aquí está el secreto.
Porque se trata de un camino difícil,
imposible de recorrer con nuestras propias fuerzas.
Sólo hay una forma de hacerlo:
Ponernos detrás de ti
y hacer que nuestros pies vayan pisando tus mismas huellas,
vivir contigo y como Tú.
Aprenderemos de esta forma a convivir contigo:
Así Tú, Sacerdote eterno, nos vas moldeando como discípulos
para que seamos imagen viva de tu presencia en el mundo.
El resultado de este seguimiento
será la plena identificación contigo.
Ya no seremos nosotros los que viviremos,
será tu sacerdocio, quien vivirá en nosotros.
Señor Jesús:
Nos has enviado a predicar con el poder de expulsar a los demonios.
Nos has enviado a ejercitar una tarea:
Nos has llamado a proclamar el Reino de Dios.
Que no seamos aprendices de un mensaje para después repetirlo
sino que te anunciemos a ti como camino, verdad y vida;
para ello, tenemos que estar contigo en intimidad constante,
escuchándote e identificándonos con tu estilo de vivir.
Sólo así podremos predicarte, anunciarte y comunicarte,
es decir, dar testimonio de lo que hemos visto y oído.
En definitiva,
podremos decir que los sacerdotes en nuestro mundo
somos Jesús mismo, que prolongamos tu acción,
que somos otro Cristo en la historia
que transmitimos a Jesús que se ensancha para poder llegar a todos.
¡Sublime poder otorgado a los frágiles hombres!
¡Gran tesoro llevado en vasijas de barro!
Señor Jesús, Sacerdote eterno:
La dignidad de nuestra vocación sacerdotal,
se expresa en nuestra disponibilidad para servir,
según tu ejemplo,
que no viniste al mundo para ser servido sino para servir.
A la luz de esta actitud tuya,
sólo sirviendo podremos verdaderamente reinar.
Es decir,
que toda nuestra vida la entendamos y la vivamos como un servicio,
sólo así reinaremos como Tú, Señor.
Ahora nos volvemos a tu madre y señora nuestra, María.
Reina de los sacerdotes:
¡Tú eres nuestro refugio y esperanza en este tiempo!
¡Tú eres la reina de la esperanza!
Como una vez oraste en medio de los Apóstoles de tu Hijo Jesús
pidiendo el don prometido del Espíritu Santo,
intercede ahora por nosotros tu sacerdotes
para que por el poder de este mismo Espíritu seamos verdaderos testigos de Cristo tu Hijo.
A Él sea la gloria por los siglos.
Amén
Rostros “sacerdotales” que des-colocan
por José Cristo Rey García Paredes cmf
30 de junio de 2009
Resulta sorprendente constatar la variedad de rostros “sacerdotales”que existe actualmente en la Iglesia católica. La gama es impresionante: tanto desde la apariencia externa, como desde el mundo interno de cada uno. Quizá la palabra “sacerdote” o “sacerdotes” no sea la más adecuada para hablar de ese conjunto de personas y tal vez la expresión ”ministros ordenados” resulte demasiado genérica y elástica. De todos modos, sabemos bien a quiénes nos referimos. A aquellos varones que han recibido el sacramento del Orden en cualquiera de sus grados (diaconado, presbiterado o episcopado).
En su apariencia exterior
sacerdotesLa variedad de rostros “sacerdotales” a la que me refiero comienza por la apariencia exterior: unos van vestidos ordinariamente con un hábito talar (la sotana o el hábito de la propia orden o congregación religiosa, o los paramentos propios del rango episcopal); otros suelen utilizar -sea en todo momento, sea en circunstancias especiales- el clergyman negro o gris o incluso con los más sorprendentes colores como azul, blanco, morado, rojo...; otros nunca utilizan un vestido que los distinga, aunque tal vez puedan llevar alguna cruz o alguna insignia: y, entre estos, los hay vestidos con el mono de trabajo del obrero, o con la bata del médico o enfermero, o con la corbata del profesor universitario o del director de una gran institución, o con un sencillo vestido acomodado a las condiciones climáticas o la mayor o menor prosperidad de la gente con que conviven. Unos van afeitados, otros se dejan la barba o el bigote. Unos llevan larga melena, otros el pelo cortado, otros lucen su calva.
No hablemos ya de las diferencias culturales y raciales. Hay ministros ordenados de muchas de las razas de nuestro planeta, que hablan las más variadas lenguas, que tienen las más diversas sensibilidades culturales. Es más, los candidatos más numerosos provienen frecuentemente de las culturas y razas -hasta ahora- más extrañas al cristianismo. Ello permite que un clero que tiende a envejecer en las iglesias más antiguas, sin embargo, esté equilibrado por el clero joven de las iglesias nuevas.
Toda esta variedad exterior y tan contrapuesta, queda unificada, cuando los ministros ordenados ejercen su función sacramental: quedan revestidos con sus vestiduras litúrgicas y celebran los ritos cristianos..
En su mundo interior
Los rostros “sacerdotales” son muy variados en su interioridad. Desde siempre me impresionó descubrir que los ministros ordenados difieren mucho unos de otros en su sensibilidad religiosa: hay quienes se sienten muy agusto y en su papel “sacral” dirigiendo el culto, presidiendo celebraciones litúrgicas, actuando en el ámbito religioso, y quienes, por el contrario, sienten una espontánea lejanía e inadecuación, actuando más por obligación que por deovción. Éstos últimos suelen sentirse más centrados en el ámbito de la proclamación de la Palabra, de la acción pastoral social o pastoral liberadora. Hay ministros ordenados muy cumplidores de sus deberes sagrados (oración íntegra del oficio) que mantienen una reserva intencionada ante lo profano ( no asistencia a ciertos espectáculos o reunioes sociales); y los hay también que sienten la necesidad de alternar con la gente, de no medir en exceso los tiempos de oración, pero tienen como proyecto la “encarnación” en la vida de la gente, la inserción que hace el ministerio mucho más cercano y relevante.
Me he encontrado también como ministros ordenados muy ortodoxos y otros a quienes no preocupa tanto la ortodoxia de las ideas, y sí la recta conducta u ortopraxis. He visto ministros ordenados muy preocupados por la fe y a otros muy preocupados por la caridad.
Desde el punto de vista ministerial existen también notables diferencias entre unos y otros. Oficialmente suelen ser reducidas a dos: los ministros ordenados del clero secular o diocesano, y los ministros ordenados del clero regular. Los primeros están dedicados sobre todo a la diócesis y a la parroquia, los otros dependen de proyectos apostólicos que los pone al servicio de las iglesias particulares pero no de forma permanente y no siempre al servicio de una parroquia o iglesia: se trata de servicios más móviles y carismáticos.
Finalmente, también la conducta moral del clero marca entre nosotros diferentes líneas divisorias: el poder, el dinero, la sexualidad en sus aspectos luminosos y también oscuros. Hay rostros “sacerdotales” que tienen marcada su vida por los consejos del Evangelio respecto a esas fuerzas ambigüas que ’hay en nosotros; y hay rostros “sacerdotales” que en ocasiones sucumben ante los lados más negativos del poder, del dinero y de la sexualidad.
¡Esa es la verdad!: que este grupo de referencia es muy plural y muy variado; hay quienes en su conciencia no pueden tolerarlo; lo deploran, se escandalizan, denuncian la secularización de unos mientras aplauden la rectitud y coherencia de los otros. Y por parte de otros, hay disgusto y crítica ante el formalismo, el uniformismo, el sacralismo que resiste, se impone disciplinarmente y se hace más poderoso en las nuevas generaciones. Ese “cuadro sacerdotal impresionista” que de alguna manera he tratado de delinear resulta, para unos y otros, demasiado oscuro, ambiguo, indeterminado.
¡No basta el “¡todo vale!”
Acabamos de iniciar el “año sacerdotal”. Y este asunto del pluralismo sacerdotal debe interesarnos y también preocuparnos. La interpretación del fenómeno de los múltiples rostros sacerdotales no se nos da espontáneamente. No se debe “simplificar” un fenómeno tan complejo, pero tampoco es solución el liberalismo de quien defiende que “¡todo vale!”, “que cada uno siga el camino que le marque su conciencia”. Tampoco es válida -a mi modo de ver- la actitud oficialista de quienes defienden un único modelo, que todo lo hace más fácil: según ese principio, el modelo de sacerdote sería el diocesano, implicado en una parroquia, bajo la guía de su obispo y con una fuerte espiritualidad y celo apostólico, como puede verse en el santo cura de Ars. También hay otros rostros “sacerdotales” que no se atienen a esas características: por ejemplo el modelo itinerante y supraparroquial y supradiocesano del misionero, o el modelo carismático de artista, del científico, del educador, del médico o enfermero, del asistente social, del obrero. Ahí cabría referirse a modelos como Teilhard de Chardin, el Abbé Pierre, Maximiliano Kolbe...
La gran pregunta
Ante tanta variedad y diversidad -especialmente palpable en una gran concelebración, cuando uno conoce la identidad de cada uno de los concelebrantes-, yo me he preguntado muchas veces: ¿porqué habremos sido elegidas para el ministerio ordenado personas tan diversas, con tan diferentes sensibilidades, formas de ser y de actuar? ¿Es que necesita el Señor resucitado tanta diversidad para hacer presente en su Iglesia su misión y ministerio? ¿No le bastaría con un modelo muy definido, con ministros ordenados de un solo perfil? ¿Qué querrá Dios decirnos con estas tensiones en el cuerpo ministerial ordenado de la Iglesia católica?
Lo primero que salta a la vista, con toda su evidencia, es que Jesús no ha optado por el elegir a los mejores y, por lo tanto, que no es la perfección y la excelencia, aquello que persigue a través del ministerio. Si el ministerio ordenado es cosa de Dios, de Jesús el Señor, entonces ¡no nos hagamos demasiadas ilusiones! ¡No es el liderazgo perfecto el que con este ministerio se pretende!
Lo segundo que salta a la vista es que nadie suple al Buen Pastor, al Único, Sumo y Eterno Sacerdote, que nadie puede arrogarse y monopolizar el ser voz de Dios, Palabra de Dios. ¡Sólo Jesús es la Palabra de Dios! Lo que caracteriza a los ministros ordenados es el “mysterium lunae”. Evoco aquí la imagen preciosa, utilizada por el Papa Juan Pablo II, en su exhortación “Novo Millenio Ineunte”. Así como la luna no tiene luz propia, pero refleja la luz del sol, así también los ministros ordenados no tienen luz propia, pero reflejan la luz del Sol que es Jesús. Poco importa que unos ministros sean piedras preciosas y otros sólo pedriscos o arena, que unos sean tierra fértil y otros terreno baldío, la realidad es que todos reflejan la luz del Sol. En un momento u otro, en una circunstancia u otra, harán verdad aquello para lo que fueron escogidos. Lo dijo muy bien san Agustín al pensar en cualquiera de las peores eventualidades en un ministros ordenado; su afirmación categórica fue: “¡Jesucristo mismo bautiza!”.
Por otra parte, nunca ha resultado en la iglesia las actitudes puristas de quienes intentan separar ”su” trigo de “su” cizaña, a quienes consideran puros de quienes consideran impuros. Esas líneas divisorias son muy equívocas y engañosas. ¡Sólo Dios conoce lo que hay en los corazones y en los espíritus humanos!
Creo que, ante todo, es bueno atender el consejo del Maestro: “No juzguéis y no seréis juzgados”, “con la medida con que midiéreis seréis medidos”. No miremos nunca a nuestros hermanos en el “sacerdocio ministerial” con ojos de juez, porque no estamos habilitados para ello.
Esto no quiere decir que hayamos de olvidar la advertencia de nuestro Maestro: “Ay de aquel por quien vinieren los escándalos, más le valiera no haber nacido”. Ser piedra de tropiezo en el camino de los demás, de los más pequeños, de los más indefensos, es para Jesús un mal terrible. O aquello otro de que en el “Sancta Sanctorum” puede establecerse la “abominación de la desolación”. Los casos de escándalo en el ministerio ordenado revisten una especial gravedad: en ellos la profanación de lo santo es más que evidente.
No debemos imponer a nadie un “modelo humano” de ministerio ordenado. Aun reconociendo la validez de las personas ejemplares, nuestra única referencia es Jesús y sus primeros discípulos misioneros’(los apótoles) , que colaboraron con el Espíritu y con Él en la creación y guía de las comunidades cristianas. Esa es la referencia de todas las referencias, el criterio que nos permite distinguir entre los sustancial y lo accesorio. A lo largo de nuestra historia -gracias al Espíritu- se ha mantenido y regenerado lo sustancial, pero también han entrado elementos accesorios que siendo válidos en unas épocas han dejado de serlo en otras.
Finalmente, la comunión de esta “biodiversidad ministerial ordenada” hace que unos seamos gracia para los otros, que nos volvamos más evangélicamente tolerantes, que en todos y cada uno aparezca el “rostro apostólico” que apareció en aquellos Doce u Once hombres tan diversos a los que Jesús eligió y envió.
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