IGLESIA EN ASTURIAS: NUESTRA FAMILIA DIOCESANA
Y fue verdad
Comentario al Evangelio del Domingo
2º Domingo de Pascua (Juan 20,19-31)
11 de abril de 2010
Era la mañana de pascua. Aquellos primeros discípulos estaban encerrados a cal y canto, llenos de miedo. Jesús se presenta en medio de ellos: Yo en persona desde estas señales de muerte. Yo os saludo con mi Vida.
«Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor». Era salir de una pesadilla y ver con sus ojos el milagro de las promesas de su Maestro cumplidas; recibir su paz en medio de todas las tormentas que les apenaban, interiores y colectivas. Cuando llegó Tomás, el que faltaba, rápidamente le dieron la gran noticia: «Hemos visto al Señor». Pero era insuficiente para quien también había visto el proceso del Señor. No era fácil borrar de su recuerdo ese pánico que hizo esconderse a sus compañeros. Por eso su reto: yo he visto cómo Él ha muerto. Si decís que ha estado aquí, yo creeré si palpo vuestra evidencia.
La condescendencia de Dios hacia todas las durezas de los hombres, está representada en la respuesta que Tomás recibe por parte de Jesús, cuando al volver allí ocho días después, le dice que toque lo que le parecía imposible. Es el perfecto tipo de agnóstico, tan corriente hoy en día: no niego que esto haya sucedido, pero si no lo veo y no lo palpo, no creo. Y a este agnosticismo Jesús lo llamará sencillamente incredulidad: «Trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». La hermosa respuesta de Tomás es la que algunos creyentes recitamos interiormente tras la consagración de la Eucaristía: «Señor mío y Dios mío», dando fe a la Presencia real de Jesucristo, que los sentidos nos hurtan en la apariencia del pan y del vino.
Hoy quienes creemos en la Resurrección de Jesús tenemos que prolongar aquél diálogo entre Jesús y sus discípulos: anunciar la vida en los estigmas de la muerte en todas sus formas.
Somos los testigos de que aquello que aconteció en Jesús, también nos ha sucedido a nosotros: el odio, la oscuridad, la violencia, el miedo, el rencor, la muerte... es decir, el pecado, no tienen ya la última palabra. Cristo ha resucitado y en Él han sido muertas todas nuestras muertes. De esto somos testigos. A pesar de todas las cicatrices de un mundo caduco, insolidario, violento, que mancha la dignidad del hombre y no da gloria a Dios, nosotros decimos: Hemos visto al Señor. Ojala nuestra generación se llene de alegría como aquellos discípulos, y como Tomás diga también: Señor mío y Dios mío.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Adm. Apost. de Huesca y Jaca
Luz de alborada: Cristo resucitado
Carta semanal del Arzobispo de Oviedo 04.04.2010
Queridos hermanos y amigos: paz y bien.
Se resistía una vez más. Como si se tratase de una terca cerrazón se empeñaba en no abandonar su presa, en no dejar de pintar de negro todo cuanto a su vera alcanzaba. Y así la penumbra fue robando los colores vivos, aquellos colores que a pesar de todo sabían que estaban. Nos falta la luz, nos falta la luz, –unos y otros decían–.
¿Qué luz es esta? –se preguntaban–. Es la Luz que hizo el día, la Luz que la boca de Dios pronunciara para llamarla a la vida. ¡Que exista la Luz –dijo entonces Él–! y obediente apareció en la escena de una tierra ensombrecida.
Pero esa divina Luz fue eclipsada por impertinentes pantallas que soplaban así su resentida oscuridad. Y según pasaban los días, los meses y los años, siglo tras siglo aquella claridad del principio fue paulatinamente perdiendo su brillo.
A las tres de la tarde, de un viernes santo, el primero, el sol se rindió. Era el estertor de la luz que así se apagaba tras la agonía de su creador. Y fueron tres días, tres, sí, tres inmensas jornadas cuyas noches todo lo invadían. Se apagó la vida del Señor fusilada en el paredón de una cruz. Se apagaron también los ojos de sus discípulos que huyeron de estampida. Se apagó la esperanza que se encendió en tres inolvidables años con parábolas benditas, con palabras de vida, con signos y milagros, con ternura y misericordia divinas.
Pero llegó un momento en el que la noche perdió su embrujo, y también la noche oscura aguardaba la más luminosa alborada. La luz del nuevo día, poco a poco y lentamente, se hizo sitio en el reino de la muerte. Y amaneció. La hora prevista trajo el regalo imprevisto y todo cambió, por pura gracia y sin merecerlo.
Y quienes de noche fueron a embalsamar piadosamente a un muerto, se encontraron que a plena luz un ángel les decía que aquel a quien buscaban había resucitado, que a quien querían embalsamar sencillamente vivía.
Un sepulcro vacío, donde no cabía tanta vida, abrió sus puertas de par en par, y una voz se escuchó, y salió de nuevo como la vez primera diciendo con sus labios creadores: ¡que exista la Luz! Y desde entonces, el hogar de los humanos, un jardín reencontrado, se convirtió para siempre en una casa encendida.
Es la pascua, es el triunfo de Jesús resucitado, es la victoria sobre todos los enemigos uno tras otro, desde el más primerizo e inexperto, hasta el más postrero como la muerte. Cristo ha resucitado y en Él se enciende para siempre la luz que no declina, la que discreta siempre nos acompaña, la que sin deslumbrar nos alumbra, la que hace que coincida la buena nueva con la bondadosa suerte.
Unos y otros se fueron pasando la noticia, y como un feliz reguero de pólvora festiva, fue chisporroteando una inmensa y contagiosa alegría, una alegría que no era ya fugaz contento, sino la más feliz e interminable dicha.
La muerte perdió su aguijón, la muerte murió ante la explosión de la vida. Damos gracias conmovidos por tanto gozo, por tanta gracia, por tanta santa algarabía. Quiera el Señor hacernos testigos de este milagro, con nuestros sepulcros abiertos y vacíos de todo aquello que antes nos llevaba a ofender a Dios, a herir al hermano, mientras nosotros nos rompíamos por dentro. Dios glorificado, el hermano acogido, y nuestro corazón exultante con el mejor canto por el triunfo de Cristo resucitado.
Feliz Pascua de Resurrección. El Señor os bendiga y os guarde.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Adm. Apost. de Huesca y Jaca
S.S. Benedicto XVI
Palacio Apostólico
Ciudad del Vaticano
Oviedo, 30 de Marzo de 2010
Beatísimo Santo Padre,
En estos días de honda vivencia litúrgica, las Diócesis que la Santa Sede me ha confiado como Arzobispo de Oviedo y Administrador Apostólico de Huesca y de Jaca, hemos tenido la ocasión de celebrar la Misa Crismal en las respectivas Catedrales. En ese marco hemos hecho una especial mención y hemos elevado nuestras plegarias por su querida persona.
El testimonio de amor a la verdad que Su Santidad nos está transmitiendo con hondura y belleza, no deja de ocultar el profundo dolor que los sucesos acaecidos entre algunos sacerdotes y consagrados han provocado en su corazón de Padre. La clara cercanía hacia las víctimas inocentes y la reprobación de los graves pecados cometidos por estos hijos de la Iglesia, ha sido un evangélico ejemplo de firmeza, libertad y misericordia que hemos reconocido con gratitud.
Con Su Santidad lamentamos que estos hechos hayan ocurrido en maleficio de niños y jóvenes, que deberían haber recibido de estos sacerdotes y consagrados lo que el Señor quería darles a través suyo.
Pero junto a nuestra gratitud por ese testimonio nos duele el maltrato injusto y falaz que algunos medios de comunicación y grupos interesados están haciendo de su persona y de su largo e intachable ministerio como Arzobispo de Munich, como Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y ahora como Sucesor de Pedro.
Junto conmigo, el señor Arzobispo emérito de Oviedo, el Obispo Auxiliar de Oviedo, así como los presbíteros, las comunidades de Vida Consagrada y los fieles laicos de la Archidiócesis de Oviedo, de la Diócesis de Huesca y de la Diócesis de Jaca, le queremos hacer llegar un respetuoso y filial abrazo.
La oración intercesora y el afecto agradecido, sean para Su Santidad nuestro humilde gesto de cercanía y comunión. En nombre de estas Diócesis, le beso sus manos de Padre y Pastor universal.
In Domino,
+ Jesús Sanz Montes, Arzobispo de Oviedo
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