jueves, 8 de abril de 2010

CONTEMPLAR AGRADECIDOS: Comentario al II domingo de Pascua, DOMINGO DE LA MISERICORDIA





Hay quien piensa que la resurrección de Jesús fue un momento deslumbrador que, de golpe y porrazo, cambió la vida de los discípulos. La realidad es que los Evangelio nos hablan más bien de un proceso lento. No me refiero a que Jesús resucitase poco a poco o a que la resurrección no sea más que el fruto de las reflexiones o meditaciones de aquella comunidad cristiana. Jesús no resucitó porque los discípulos lo pensasen sino que ellos no hicieron más que darse cuenta de lo que había sucedido. Lo que pasa es que ante acontecimiento tan inesperado, sorprendente, extraordinario, singular y fuera de lo común, los discípulos necesitaron un tiempo para asimilarlo, para digerirlo.



Algo así nos sucede a nosotros. Pasa que no nos damos cuenta porque llevamos hablando de la resurrección de Jesús casi desde que nacimos. Tanto hemos oído que nos parece normal. Lo malo es que en esa normalidad no nos damos cuenta de lo extraordinario del asunto y menos de sus consecuencias para nosotros. Seguimos como si tal cosa, como si algo tan sorprendente no fuera con nosotros.

 

¡Paz a vosotros!



Los discípulos necesitaron un tiempo. No se cambia la vida de la noche a la mañana. Ni de la mañana a la noche. Según nos cuenta el Evangelio de Juan, los discípulos se habían encerrado en una casa por miedo a los judíos. Y eso ¡el mismo día en que por la mañana habían recibido de las mujeres la noticia de la resurrección de Jesús y Pedro y el discípulo amado habían constatado la desaparición de su cuerpo! Jesús se les aparece y lo primero que les envía es un mensaje de consuelo: “Paz a vosotros”. Se identifica. Es el mismo Jesús que había muerto. Ahora está vivo.



Es difícil explicar con palabras esta parte de la historia. Los evangelistas se muestran muy parcos y austeros en su forma de hablar de Jesús resucitado. Nada que ver con los fantasmas que pueblan nuestra literatura o los castillos escoceses. La presencia de Jesús no atemoriza sino lo contrario. Uno de los efectos de esa presencia de Jesús entre los discípulos es que se les reaviva la memoria. Son capaces de recordar y, lo que es más importante, entender el sentido de todo lo que habían vivido con Jesús. Sus palabras, sus acciones, se llenan ahora de luz.



Creer no es conocer a Jesús. No es haber escuchado sus palabras. Ni siquiera es estar convencido de que su mensaje es bueno para la humanidad. Creer es haberse encontrado con Jesús y haber metido, como Tomás, los dedos en sus llagas y las manos en su costado. Creer es reconocer que en Jesús la vida ha triunfado sobre la muerte y que en él Dios ha abierto la humanidad a la esperanza de una vida nueva. Creer es dejar que el espíritu de Jesús resucitado se meta bien adentro en nuestros corazones y recree la esperanza. Creer es confiar en que el Abbá de Jesús respondió al órdago a la grande que le plantearon las autoridades judías cuando decidieron eliminar a Jesús. Creer es asumir con el corazón y con la vida que Dios está por nosotros, que se preocupa de nosotros, que somos sus hijos e hijas queridos, que nadie se queda fuera de su amor ni de su promesa de vida.

 

Tiempo de aleluya



En este domingo nos solemos fijar mucho en Tomas. De él se dice que era incrédulo. No creo que lo fuese mucho más que los otros discípulos. Ni siquiera más incrédulo que nosotros mismos. Simplemente pasa que no es fácil acoger una noticia tan sorprendente, tan buena, tan creadora de esperanza, como la resurrección. No se asimila en un momento. Hace falta tiempo. Nos hace falta tiempo.



Quizá sea esa la razón por la que la Iglesia dedica 40 días a la Cuaresma y 60 a la Pascua. Hasta va a ser más fácil convertirnos (Cuaresma) que creer en que el amor de Dios es tan grande que nos ha regalado en Jesús la vida plena, la vida para siempre (Pascua). Estamos empezando este tiempo de Pascua. No hay prisa. Ya llegará el tiempo para darnos cuenta de lo que significa en la práctica vivir creyendo en Jesús resucitado. Por ahora, basta con experimentar la misma alegría de los discípulos. Y con dejar que de nuestro corazón brote, agradecido, un continuo “¡aleluya!”

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